"Montaigne (el más sabio de los escépticos europeos) sugiere que lo más verosímil de los milagros, encantamientos o cualquier hecho de carácter extraordinario es que provengan del “poder de la imaginación” que actúa fundamentalmente sobre las almas del vulgo, “por ser más blandas”. Y en el capítulo XXI de sus Ensayos, titulado ‘De la fuerza de la imaginación’ insiste en esta idea al hablar de cómo los médicos tratan de ganar de antemano la fe de su paciente “para que el poder de su imaginación supla el engaño de su droga”. Con gran perspicacia psicológica, Montaigne escribe que todo ello se explica por la estrecha relación que existe entre el espíritu y el cuerpo, “que comunican entre sí sus destinos”. Este lúcido comentario final apunta intuitivamente a una visión holística de la naturaleza en la que el cuerpo y el espíritu son interdependientes. Nada más lejano de la credulidad que el escéptico Montaigne para hacernos entender cuál es el sentido terapéutico de las incubaciones de Epidauro.
Si podemos sacar una conclusión inequívoca de todo el material aquí reunido es que sus diferencias son únicamente nominales: en Epidauro, es Asclepio quien cura; en el caso relatado por Montaigne, la Virgen; otras veces es un rey o un personaje que toma la figura arquetípica del mago sanador para llevar a cabo la sanación. En realidad, cualquier imagen que identifiquemos con este fenómeno siempre estará deformada por los arquetipos que cada sistema de creencias proyecta sobre el fenómeno. Atribuir su causa a un determinado agente sobrenatural es caer en el más cándido de los literalismos. Pero, también, negar este fenómeno psíquico por principio, como suelen hacer muchos, no es más que otro involuntario ejercicio de fe, ya que cualquier negación dogmática siempre viene impulsada por un sustrato emocional que emerge de toda convicción ideológica, y dado que sin creencia no existe ninguna forma de sentido, una categórica impugnación de esta clase no es otra cosa (irónicamente) que una involuntaria expresión de fervor o de vergüenza al ridículo. Así pues, lo único que prevalece estable e incólume al paso del tiempo, indiferente a cualquier explicación, credo o negación provinente de cualquier época o cultura, es el fenómeno mismo. Goethe lo definió con exactitud: "No se busque nada detrás de los fenómenos: ellos mismos son la teoría". El logro supremo es comprender que todo lo fáctico es la mejor explicación, y que mientras las definiciones cambian a través de los siglos, el fenómeno permanece fiel a su naturaleza: en la misteriosa persistencia fenoménica es donde descansa su más profunda verdad, pues no importa bajo qué imagen aparezca –lo que unos sintieron como fuerza desbordante de un dios, otros como inmenso amor de la madre divina, o el mágico poder de una figura arquetípica-, siempre será el tácito testimonio de un estremecimiento peculiar de energía psiquíca que existe latente en las secretas profundidades anímicas, siendo el ‘alma’ el único ámbito de lo sagrado, el único templo en donde se constelan todos los dioses y los daímones, todas las tensiones de luz y oscuridad del mundo. La incubación para acceder al dios Asclepio no es otra cosa que un elaboradísimo culto del alma. En suma, incubar un sueño, en el sentido antiguo del término, era ponerse en contacto con todas las fuerzas ambivalentes de lo anímico, para alcanzar la unión de opuestos, esa misteriosa forma sagrada de completar el sentido del ser.
El hombre moderno suele sentir de forma natural un profundo rechazo hacia lo “sagrado”. Según su mentalidad, toda experiencia o manifestación psíquica que se sitúe más allá de los límites prefijados por el discurso de la razón empírica es ilusoria, subjetiva. Pero esto, más que un axioma sobre la naturaleza del psiquismo, responde más bien al deseo imperioso de que la realidad siempre se ajuste a los postulados racionales de las teorías consensuadas. Así, a modo de conjuro protector, la conciencia crítica lanza sus afilados dardos contra toda experiencia que parece trascender el ámbito del relato racional, cuando habría que preguntarse si esos límites no son artificiales y restrictivos, y si la cuestión de fondo no se reduce a esta sencilla e incómoda pregunta: ¿puede en verdad el eunnuco opinar sobre el orgasmo?"
"El mundo bajo los párpados" JACOBO SIRUELA
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