“…me acuerdo de lo que le oí decir una vez en un almuerzo privado al antropólogo Julio Caro Baroja. Habló de la angustia que padecía su amigo Dámaso Alonso al haber reparado a sus ochenta años que el más allá no existía y que la muerte era el fin de todo. Nada más acabar su frase Don Julio miró a lo lejos unos instantes, encogió los hombros y dijo con una leve sonrisa insinuada en las comisuras de sus labios: -¡será imbécil! ¿Y él qué sabe?-.
Pues bien, ¿no será finalmente ésta la única respuesta válida a la pregunta sobre la muerte? Donde no se puede preguntar no caben las respuestas. Lo consecuente es la abstención agnóstica, en su verdadero sentido etimológico, en cuanto a saber que no se sabe, lejos de las consabidas proclamas materialistas esgrimidas con tanta fe, desesperanza y vanidad.
¿Qué hacer entonces frente a tanta perplejidad? Acudamos a la ciencia, dirán algunos. Conforme, veamos qué dice la ciencia al respecto. La historia del universo es para la física y la biología la historia evolutiva de la materia. En este contexto puramente material, la vida y la conciencia humana se contemplan como hechos accidentales, productos secundarios de su desarrollo, surgidos azarosamente hace millones de años. En el marco de la neurología, la conciencia constituye un epifenómeno del cerebro. Es una teoría sólidamente argumentada, pero sólo desde un punto de vista funcional: si se nos ocurre llevarla hasta sus últimas consecuencias causales, su inconsistencia se hará patente al no existir ninguna evidencia empírica de cómo pudo producirse este prodigioso brote del espíritu humano en los rudos y peludos cráneos de los homínidos prehistóricos.
Podemos recurrir también a las más modernas técnicas de resonancia magnética en busca de respuestas, pero el resultado será análogo. Pueden señalar con precisión cuándo un pensamiento o una emoción particular se asocian con los cambios metabólicos del cerebro, pero no existe ninguna demostración empírica de cómo las células cerebrales, productoras de proteínas y señales eléctricas, tienen la capacidad de generar sensaciones, pensamientos, emociones, imágenes o cualquier otro elemento de la conciencia. Se supone que son los procesos neuronales los que crean la consciencia, por la sencilla razón de que se dan por sentado, como algo inapelablemente lógico, pero la cruda verdad es que se desconoce el puente de unión que existe entre los procesos cerebrales y los de la conciencia. A pesar de la ingente y detallada información que disponemos sobre el funcionamiento cerebral, aún no sabemos cómo las neuronas del cerebro son capaces de dar ese salto prodigioso y producir la infinidad de sensaciones cualitativas que constituyen el complejo fluir de la conciencia. De manera que la teoría del epifenómeno cerebral se basa en una hipótesis y no, como normalmente se nos hace creer, en una certeza.
La segunda cuestión presenta una consecuencia más irónica. Podemos creer firmemente que la conciencia procede de una estructura únicamente material compuesta de circuitos y neuronas, pero en este caso tampoco podríamos contestar de una manera definitiva a la pregunta de qué es la materia. Sofisticados conocimientos de física y biología pueden aportarnos un portentoso cúmulo de informaciones sobre su composición y funcionamiento, pero al llegar al nivel subatómico, la estructura material se vuelve tan extraña y paradójica que, si somos sinceros (como decía Feynman), debemos admitir que no comprendemos lo que significan los presupuestos de la física cuántica. Es decir, que la función de onda se divide en dos realidades que existen juntas, que el observador provoca el colapso de la función de onda, que una partícula puede estar en dos sitios a la vez, o, como dice la teoría de cuerdas, que pueden existir once dimensiones en la materia o que el universo se puede multiplicar indefinidamente…
Finalmente, la materia se ha convertido en un misterio tan insondable y metafísico como fue Dios para los teólogos.
Expresado en términos fisiológicos, hoy sabemos que lo que llamamos morir es el precio que paga la vida de un organismo viviente por el aumento de su complejidad estructural. La investigación biológica ha descubierto que las especies más simples se perpetúan, dividiéndose sin término. Esto significa que su proceso continuo no contempla la condición mortal. Su bipartición sin fin hace que los organismos monocelulares no conozcan la senilidad, y vivan, por así decirlo, indefinidamente. En este sentido, son inmortales. En cambio, los cuerpos del reino vegetal, animal y humano se descomponen y mueren a causa de su complejidad estructural. Aun así su muerte individual solamente afecta a la estructura material de su cuerpo como totalidad, ya que sus elementos no desaparecen, sólo se transforman absorbidos por los componentes inanimados de la biosfera, o se diseminan para nutrir otras formas de vida terrestre. La materia, por tanto, nunca perece: se transforma sin fin. La pregunta es: si un cadáver se descompone y sus componentes físicos continúan existiendo, ¿qué sucede con los invisibles componentes psíquicos de la conciencia?”
‘El mundo bajo los párpados' de JACOBO SIRUELA
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