“Un hombre es lo que ha visto.
La primera vez que admiré una obra de Rothko en un museo no supe que me había enamorado. Tuvo que pasar bastante tiempo, casi una década en realidad, antes de que asumiera el deslumbramiento. Como a esas mujeres cuya hermosura -el sentido de su hermosura, quiero decir, no la sustancia de su hermosura- sólo se descubre tras una segunda mirada, yo no estuve preparado para el sentido de la pintura de Rothko hasta la segunda vez que admiré su obra expuesta.
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En 1913, con apenas diez años, Markus Rothkovich, que sólo hablaba yidish y ruso, atravesó en ferrocarril los Estados Unidos de Norteamérica para arribar en Portland, Oregón, donde le esperaba parte de su familia, que había emigrado a la tierra de las oportunidades con anterioridad, en 1910. El joven Rothko realizó aquel larguísimo viaje con un cartel colgado en el cuello, un cartel donde, escritos en inglés, aparecían sus datos personales y su lugar de destino.
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Es razonable suponer que el futuro genio nunca pudo olvidar la experiencia de aquella visión del espacio infinito del paisaje americano atisbado a través de las ventanas del vagón, pues era lo único que podía comprender de cuanto lo rodeaba. Insistamos: un hombre es lo que ha visto. Y en la retina del todavía niño, sólo aquella prolongada visión del paisaje podía tener algún sentido, por primitivo que fuera. No los hombres y las mujeres en los vagones, no las lenguas que hablaban y las ropas que vestían, ni siquiera los objetos que transportaban, se cedían o intercambiaban: sólo la inmutable, innegociable, indestructible horizontalidad del paisaje trazado ante sus ojos, como una promesa o una fatalidad. Como una redención tal vez.
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Si un artista es un maniaco, la decantación de miles de procesos depurativos, un cedazo siempre en movimiento, la celebración de la obsesión de Rothko radicaba en su convencimiento de que, gracias a la pintura, gracias a la reiteración de un único y primitivo gesto escritural (la raya, la línea, la primera acción del sapiens como animal simbólico) podría conservar aquella experiencia, aquel fulgor quieto que contemplado desde un tren en movimiento (qué bella paradoja), lo había salvado de lo desconocido. Aunque ello, obviamente, era sólo una ilusión, porque el territorio del artista, de cualquier artista, incluso de uno tan grande como Rothko, es siempre el fracaso. Y es que todo artista, llámese Tati o Stravinski, escriba y componga para la eternidad o malgaste la luz de sus ojos en una pobre buhardilla de Addis Abeba o en un sótano mal iluminado de Odessa, está llamado a la ruina de sus esperanzas.”
de ‘La luz es más antigua que el amor’ de RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
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