"Cuando conoció a Matilde, Bocanegra era un hombre satisfecho. No feliz. Satisfecho. Su vida era plácida, estaba saciada hasta donde la cordura había impuesto su imperio. Las superficies del mundo no eran brillantes, cierto, pero sí nítidas. Aunque no tuvieran relieve, los objetos poseían sustancia. Sus manos apretaban, tocaban, palpaban. Y a pesar de que no siempre eran capaces de reconocer lo apretado, lo tocado, lo palpado, se daba por satisfecho.
No feliz. Satisfecho.
Entonces apareció Matilde y todo cambió.
Se derrumbó. Ardió. Quedó laminado. Convertido en lava. Se disolvió como azúcar en un tanque de agua. No hay metáforas que puedan expresar semejante hallazgo. Porque Matilde era, y lo que es no necesita ningún crédito fuera de su ser. Lo que es, es su propia evidencia.
El azar no lleva un mapa del cosmos integrado en sus circuitos, así que sus caminos convergieron en un lugar sin especial interés. No era el lugar lo que importaba, eran ellos, aquellos sujetos audaces, nada solemnes, en el fondo salvajes e indisciplinados, que ambos habían enterrado bajo capas de rutina, de costumbres, de normalidad. Bastó una leve fricción para que la máscara quedara reducida a yeso. De pronto la vida estaba allí. En su risa, en su manera de andar, en su forma de decir ‘mañana’. De pronto la vida, exultante y fatal, olorosa a azufre, la vida que no atiende a modales ni a progenituras ni a ceremonias de la madurez, estalló allí, en medio de ninguna parte, en medio de todos los sitios, en el centro de sus entrañas.
Por descontado, Bocanegra amaba a su mujer de entonces. Pero aquello era distinto, porque no era una cuestión de fidelidad a terceros. Era una cuestión de fidelidad así mismo, a su yo clausurado bajo capas y capas de sedimento, a su yo fragmentado en mil pedazos de cera enfriada. Matilde sólo pertenecía a su más profunda intimidad, a ese lugar en el que la gente vive sola, completamente sola, a la espera ciega de la extinción o, como a Bocanegra le sucedió, del amor resplandeciente.
De noche, mientras amaba a su mujer, sabía que Matilde, en el otro extremo de la ciudad, estaba siendo amada por su marido. Ella misma se lo contaba. Cómo hacía el amor con su marido. La esbeltez de su sexo. Su potencia. Su candor. Sus límites. Todo esto es verdad, y sin embargo no es toda la verdad. El lenguaje es un centauro cansado. Cómo se podría contar una verdad así. No hay oráculos para el amor. No hay augurios. No hay palabras sagradas. El amor sucede, como el mar o los meteoros. El amor es un fenómeno sideral; el amor es una puñalada por la espalda; el amor es.
Ni siquiera necesitaba verla. Le bastaba con saber que estaba allí, al otro lado, mañana, tarde y noche, en sus rutinas establecidas, en sus funerales de la pasión, en sus horarios de esposa y madre. Él también transcurría en paralelo, a su lado del discurso, en su membrana opaca la luz poderosa, pero ahora ya no era un hombre satisfecho.
Ahora era feliz. No satisfecho.
Feliz.
Hay ocasiones en que el mundo se estremece. Bate palmas. Se desplaza sobre sus cimientos. Ignora las formas habituales de la rotación. El mundo salta en pedazos y las personas se tambalean como payasos al borde de un precipicio. Todo es frágil y a la vez inquebrantable, como la arena, que es tan diminuta que no se puede destruir. Matilde hizo de él un guante vuelto del revés. Dolía, sí, pero también era hermoso. No había mácula en su cuerpo ahora. Era como volver a nacer. Qué resplandores. Qué bellezas jamás antes presentidas. Qué carne llena de palpitaciones, azul como la de los recién nacidos. Bocanegra se había convertido en su propio hijo. Era una resurrección en toda regla, la estremecedora experiencia de volver a nacer cuando ya se cree estar vivo. Ni un dios en una noche prístina podría sentirse tan trastornado.
…
Para Bocanegra, Matilde sólo existía en presente. Nunca la vio sujeta a las mudanzas del tiempo: ni al pasado, por el cual nunca le preguntó, ni al futuro, del cual nunca tuvo la certeza de que pudiera pertenecerle. Casi todo lo desconocía de ella, salvo su presencia, que era la fragancia misma de las cosas, el olor del viejo y fabuloso mundo. Cuando Matilde le tocaba era el mundo quien lo hacía. La tierra que mancha y protege; el mar, que nadie agota; el viento, que alivia a los caballos pero también a los tigres. Cuando Matilde lo miraba sentía que todo estaba en su sitio: completo, tenaz, exacto. Un metrónomo regía el cosmos.
…
Se hirieron alguna vez. Por culpa del silencio y también por culpa de las palabras. Cuando el silencio se imponía, añoraban las palabras; cuando las palabras se alzaban, eran una ofensa contra el silencio. Pero era amor, un amor más fuerte que el respeto, la elegancia o la solidaridad entre dos cuerpos. Un amor más allá de su ruina física o moral. Bocanegra sabía que seguiría amándola incluso cuando estuviera muriendo y su carne, ya vacía, fuera cayendo en una blanda estupefacción. Bocanegra sabía que Matilde también lo amaría hasta ese instante, independientemente del lugar que entonces ocuparan ambos. Sabía que incluso en ese último resplandor, quien se fuera primero de los dos, tendría un instante de gratitud para el otro, lo llevaría consigo como un emblema del poder del amor."
de "La luz es más antigua que el amor" RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
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